Trastos, calamidades, cachivaches y palabrería

L´espai desert

viernes, mayo 04, 2007

El calendario


Casi todos los Domingos o días de fiesta almuerzo y ceno solo e inevitablemente me pongo melancólico. “¿Qué he hecho de mi vida?” es una pregunta que suena a bolero o a suplemento femenino o a articulo de Reader´s Digest. No importa. Hoy me siento más allá de lo irrisorio y puedo hacerme preguntas de este tipo. En mi historia particular no se han producido grandes cambios irracionales, virajes insólitos y repentinos. Lo más insólito fue el casarme con diecinueve años y separarme quince años después. Claro que esto de las cronologías y el preguntarse que hubiera sido si lo hubiera hecho más tarde, tanto una cosa como la otra, probablemente estaría ahora en vísperas de divorciarme, a estas alturas que son más sensibles por la cosa de la edad. Aunque sé que estoy diciendo tonterías. El caso es que de repente me ha entrado la fiebre de la expresión, pero no es una fiebre premeditada, más bien es una deriva, más bien es un algo así como querer decirlo todo sin decir nada, abandonándome a lo inmediato sin reparar en las formas. Algo suicida sin duda. Ayer a las cuatro de la tarde me sentí un poco insoportablemente vacío, esta precisión horaria tiene su por qué, pero el caso es que lo que no soportaba más era la pared frente a mi escritorio, la horrible pared absorbida por ese tremendo calendario con un Mayo consagrado a Goya.
¿Qué hace Goya en este reducto de esta multinacional de la información?. No sé que hubiera pasado si me hubiera quedado mirando el calendario como un imbecil. Quizá hubiera gritado, o hubiera iniciado una de mis habituales series de estornudos alérgicos o simplemente me hubiera sumergido en las paginas ásperas del periódico que tenía delante, asqueado de tanta sinrazón. Porque ya he aprendido que mi estado de preestallido no siempre conducen al estallido. A veces terminan en una lúcida humillación, en una aceptación irremediable de las circunstancias y sus diversas y agraviantes presiones. Me gusta sin embargo convencerme de que no debo permitirme estallidos, de que debo frenarlos radicalmente so pena de perder mi equilibrio. Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada búsqueda del aire libre, del horizonte, de quien sabe cuantas cosas más. Bueno, a veces no llego al horizonte y me conformo con acomodarme en la ventana de un café y vislumbrar el paisaje de algunas buenas piernas. Pero.¿Y lo demás?. Estoy aquí mareando con estallidos, equilibrios y horizontes y me dejo algo por el camino. Porque está la opinión que uno puede tener de si mismo, algo que increíblemente tiene poco que ver con la vanidad. Me refiero a la opinión cien por cien sincera, la que uno no se atrevería a confesarle ni al espejo frente al que se afeita. (recuerdo que hubo una época allá por mis dieciséis o dieciocho años), en que tuve una buena, casi diría una excelente opinión de mi mismo. Me sentía con el impulso para empezar y llevar a cabo “algo grande”, para ser útil a muchos, para enderezar las cosas. No puede decirse que fuera la mía una actitud cretinamente egocéntrica. Aunque me hubiera gustado recibir la aceptación y hasta el aplauso ajenos, creo que mi primer objetivo no era usar de los otros, sino serles de utilidad, pero claro, esto podría parecer una excesiva valoración de mis cualidades. Pero mi intención era más modesta; sencillamente, ser de utilidad para quienes tenían un más comprensible derecho a necesitar de mí. La verdad es que esa excelente opinión de mi mismo ha decaído bastante. Hoy me siento vulgar y, en algunos aspectos, indefenso. Soportaría mejor mi estilo de vida sino tuviera conciencia de que (solo mentalmente, claro) estoy por encima de esa vulgaridad. Saber que tengo, o tuve, en mí mismo elementos suficientes como para encaramarme a otra posibilidad, saber que soy superior, no demasiado, a mi agotada profesión, a mis pocas diversiones, a mi ritmo de dialogo: saber todo eso, no ayuda por cierto a mi tranquilidad, más bien me hace sentirme más frustrado, más inepto para sobreponerme a las circunstancias. Lo peor de todo es que no han acaecido grandes cosas que me cercaran, que frenaran mis mejores impulsos, que impidieran mi desarrollo, que me ataran a una rutina aletargante. Yo mismo he fabricado mi rutina, pero por la vía más simple: la acumulación. La seguridad de saberme capaz para algo mejor me puso en las manos la postergación, que a fin de cuentas es un arma terrible y suicida. De ahí que mi rutina no haya tenido nunca carácter ni definición; siempre ha sido provisional, siempre ha constituido un rumbo precario, efímero, a seguir nada más que mientras duraba la postergación, nada más que para aguantar el deber de la jornada durante ese periodo de preparación que al parecer yo consideraba imprescindible, antes de lanzarme definitivamente hacía el cobro de mi destino. Qué tontería ¿No?. Ahora resulta que no tengo vicios importantes (fumo, solo por pasar el tiempo me tomo una cañita de vez en cuando), pero creo que ya no podría dejar de postergarme: éste es mi vicio por otra parte incurable. Porque si ahora mismo me decidiera a asegurarme, en una especie de tardío juramento: “Voy a ser exactamente lo que quise ser”, resultaría que todo sería inútil. Primero porque me siento con escasas fuerzas para jugármelas a un cambio de vida, y luego, porque ¿Qué validez tiene ahora para mí aquello que quise ser? Sería algo así como arrojarme conscientemente a una prematura senilidad. Lo que deseo ahora es mucho más modesto que lo que deseaba hace treinta años y, sobre todo me importa mucho menos obtenerlo. El ocio, por ejemplo, el estar vacante, no hacer nada, no trabajar, jubilarme de todo, o al menos de algunas cosas; es una aspiración, naturalmente, pero es una aspiración en cuesta abajo. Sé que va a llegar, sé que vendrá sola, sé que no será preciso que yo proponga nada. Así de fácil, así vale la pena entregarse y tomar decisiones.
Mañana mismo retiraré el calendario de Goya de mi escritorio.

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