Sueños
Anoche después de cuarenta años, volví a soñar con mis encapuchados. Cuando yo tenía cuatro años o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela invento un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas el puré de patata. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unas gafas negras. Con ese aspecto, para mí terrorífico, venía a golpear en mi ventana. La vecina, mi madre, alguna tía, venían a corear entonces: “Ahí está Don Policarpo”. Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían. Clavado en mi propio terror, el resto de mis fuerzas solo bastaba para mover mis mandíbulas a una velocidad increíble y acabar de ese modo con el desabrido, abundante puré. Era cómodo para todos,. Amenazarme con Don Policarpo equivalía a apretar un botón casi mágico. Al final se había convertido en una famosa diversión. Cuando llegaba una visita. La traían a mi cuarto para que asistiera a los graciosos pormenores de mi pánico. Es curioso como a veces se puede llegar a ser tan inocentemente cruel. Porque, además del susto, estaban mis noches, mis noches llenas de encapuchados silenciosos, rara especie de Policarpos que siempre estaban de espaldas, rodeados de una espesa bruma. Siempre aparecían en fila, como esperando turno para ingresar a mi miedo. Nunca pronunciaban palabra alguna, pero se movían pesadamente en una especie de interminable balanceo, arrastrando sus oscuras túnicas, todas iguales, ya que en eso había venido a parar el impermeable de mí tío. Era curioso: en mi sueño sentía menos horror que en la realidad. Y, a medida que pasaban los años, el miedo se iba convirtiendo en fascinación. Con esa mirada absorta que uno suele tener por debajo de los párpados del sueño, yo asistía como hipnotizado a la cíclica escena. A veces, soñando otro sueño cualquiera, yo tenía una oscura conciencia de que hubiera preferido soñar mis Policarpos.
Y una noche vinieron por última vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante muchos años dormí con una inevitable desazón, con una casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía decidido a encontrarlos, pero solo conseguía crear la bruma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi antiguo miedo. Solo eso. Después fui perdiendo aún esa esperanza y llegué insensiblemente a la época en que empecé a contar a los extraños el fácil argumento de mi sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche. Anoche, cuando estaba en el centro mismo de un sueño más vulgar que pecaminoso, todas las imágenes se borraron y apareció la bruma, y en medio de la bruma todos mis Policarpos. Sé que me sentí indescriptiblemente feliz y horrorizado. Todavía ahora, si me esfuerzo un poco, puedo reconstruir algo de aquella emoción. Los Policarpos, los indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infancia, se balancearon, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente imprevisto. Por primera vez se dieron la vuelta, sólo por un momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela.
Y una noche vinieron por última vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante muchos años dormí con una inevitable desazón, con una casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía decidido a encontrarlos, pero solo conseguía crear la bruma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi antiguo miedo. Solo eso. Después fui perdiendo aún esa esperanza y llegué insensiblemente a la época en que empecé a contar a los extraños el fácil argumento de mi sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche. Anoche, cuando estaba en el centro mismo de un sueño más vulgar que pecaminoso, todas las imágenes se borraron y apareció la bruma, y en medio de la bruma todos mis Policarpos. Sé que me sentí indescriptiblemente feliz y horrorizado. Todavía ahora, si me esfuerzo un poco, puedo reconstruir algo de aquella emoción. Los Policarpos, los indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infancia, se balancearon, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente imprevisto. Por primera vez se dieron la vuelta, sólo por un momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela.
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